(RAE. Carambola: En el juego del revesino, jugada en que a un tiempo se sacan el as y el caballo de copas).
Hace algún tiempo, allá por 2015, me atreví a susurrar que Emmanuel Macron (EM) tenía muchas papeletas para ser un día presidente de Francia. Entonces no podía yo imaginar que los franceses darían -en palabras de un amigo suyo- "las llaves del camión",a quien no ha cumplido aún los cuarenta años.
Aunque los pronósticos de este tipo son siempre temerarios, si se confirman los sondeos más recientes, Macron ganaría en la segunda vuelta las presidenciales francesas, con el 63% de los votos frente a Marine Le Pen, que obtendría el 37%.
La chiripa quizá sea la clave de este posible resultado, pero hay algunos hechos que pueden contribuir a explicarlo. Para empezar, el escalofrío de terror e inseguridad que se adueñó de una potencia nuclear occidental, viéndose, primero, ametrallada en su forma de vivir, y, poco después, humillada en su fiesta mayor, le 14 juillet.
Estos zarpazos consiguieron dar la puntilla a Hollande, quien, a pesar de la serena dignidad con que gestionó el miedo y la desafección de los franceses, los malos números de la economía, las divisiones internas y sus propios tropiezos personales -la ramplona gestión de sus cuitas amorosas- se ha visto conducido al 'matadero' de la renuncia.
En su caída empujó a Manuel Valls, un social demócrata juicioso, que tal vez no merecía una derrota tan cruel en su confrontación con Hamon, candidato de la "renta universal", un izquierdista radical, mezcla de Corbyn, Sánchez y Montebourg.
En las filas de la derecha bonapartista, Sarkozy quedó inhabilitado para los restos, por sus propios excesos y por el hartazgo de los suyos. Y en la orleanista, Fillon ha sido incapaz de tapar el nepotismo con el que –a cuenta de los impuestos de los franceses- puso a sueldo a toda su familia. Por su parte, Juppé no logró superar el hándicap de su edad.
Lo cierto es que las primarias hicieron estragos en las filas limítrofes a Macron y los rivales se fueron desvaneciendo, creando un escenario de confusión y dejando el campo expedito a la extrema derecha de la señora Le Pen y a este joven anti sistema que -si no comete errores de bulto- está en las mejores condiciones para recolectar – en aras de que no gane el Frente Nacional- el apoyo del resto del arco político.
Hay que señalar, sin embargo, que en esta ocasión no parece estar tan claro el seguimiento a la apelación que se hará al frente republicano en la segunda vuelta, pues crece la idea de que la abstención no es una opción irresponsable, ya que el remedio Macron no convence a quienes están contra la continuidad en el gobierno de "la misma oligarquía que lleva dirigiendo Francia desde hace treinta años".
En el ballotage, se van a enfrentar dos modelos antagónicos de hacer política: la prudencia racional contra la rabia y los principios frente a la incertidumbre contra las soluciones mágicas. Leibniz contra la agitación.
Desde hoy hasta la batalla final, las baterías mediáticas estarán dirigidas a escudriñar lo que piensa, lo que dice y lo que hace Macron, que se ha quedado con todo el papel sin bajarse del autobús. Y como quiere esquivar el efecto boomerang de las medidas liberales que propone (obligación de aceptar una oferta de empleo tras una formación o reducción de los gastos de funcionamiento del Estado) zigzaguea con un catálogo de propuestas en que prima su persona, su juventud, un discurso positivo y el cansancio de los electores, hartos de los partidos.
La cuesta que le aguarda para llegar al Eliseo es empinada, y él lo sabe, pues este joven zorro lleva tiempo rodeado de viejos lobos y es bien sabedor que la política sin filosofía no es más que cinismo y nihilismo.
La sociedad francesa tratará de averiguar quién es el hombre que se esconde detrás de la heterodoxia y pretende unificar, bajo el paraguas de la social democracia, a “la ecología realista, los radicales, el gaullismo social, la derecha orleanista y el centro derecha europeo”.
En un mercado político en crisis, como el francés, este enarca ha montado su movimiento político, EM, como un partido empresa -la Macron Company como la denomina con sorna Mediapart- donde él es el patrón y el producto, y en el que utiliza sin remilgo las técnicas de Internet y de marketing.
Experiencia en estos terrenos no le falta, pues antes de entrar en la fontanería del Eliseo se ocupó, como gerente asociado, en Rothschild, de la venta de las leches infantiles de Pfizer a Nestlé (nueve mil millones de euros) lo que le habría reportado un buen pellizco en forma de bonus y le permite decir «paso por ser un banquero odioso”.
La mayor preocupación del ex inspector de hacienda, que está montando contra reloj la primera empresa política de Francia, es evitar que le consideren el candidato de los empresarios, aunque para el logro de este intento haya cometido el error de montar su cuartel general en unas oficinas cedidas por el patrón de AXA.
Intenta, sobre todo, ser identificado como el iconoclasta capaz de abandonar a su mentor y crear su propio partido, el apasionado de la literatura, el discípulo de Paul Ricoeur -uno de los más prominentes pensadores de Francia- o el joven que se enamora en el liceo de Amiens, de su antigua profesora, de familia chocolatera y veinte años mayor que él.
Para reparar las oxidadas cuadernas del Hexágono, cuenta con la bendición de los eternos del sistema (Attali, Minc...) y dispone de una primera hornada de ciento setenta mil fieles, repartidos en 3,600 comités, que se han ido adhiriendo al movimiento, pertrechados con camisa blanca
Tomar el poder no parece que vaya a ser una tarea imposible para este impaciente, que detesta los conflictos y habla sin miedo escénico en el país de la corrección formal. La cultura de empresa exige un "diagnóstico", y este dictamen puede facilitar un "contrato con la nación" para imponer un 'plan de transformación', que es la fórmula suave utilizada para camuflar las reestructuraciones en la vida y muerte de las empresas.
Como si se tratara de una start up, tras estudiar la demanda política, ofrece el producto terminado. Y no oculta sus intenciones, "soy alguien a quien le gusta que las cosas funcionen", mientras calca su campaña de "conducta del cambio" que enseñan los manuales de gestión de las elegantes escuelas francesas de comercio, y se comunica con sus próximos a través de Telegram, como los barandas de Podemos.
Pero conseguir la aceptación del método Macron no va a ser un camino de rosas. La respuesta de los francotiradores no se ha hecho esperar: "petimetre, cabeza de góndola, parásito, egocéntrico, amigo de Uber...". El reto será convencer al votante socialista, que lo ve como un disidente, y al tiempo seducir al votante liberal, receloso de quien, hasta hace poco, era el responsable de la política económica de Hollande.
Y al otro lado de la descalificación preventiva y hostil, le acechan la precariedad laboral, la cobertura sanitaria, la desigualdad que crece cada día y tantas otras cuestiones, para las que el populismo emergente cuenta con una prodigiosa oferta envuelta en celofán con desparpajo.
En el imaginario macroniano, la “libertad de conciencia” y un aserto innegociable: “la libertad, primero la seguridad”. Junto a ello, no hay izquierda, no hay derecha, el nuevo espacio político es transversal; el mundo es global y no aceptarlo supondrá abrir un camino a la regresión.
Son muchos los que se preguntan en Francia si este no deja de ser un fenómeno mediático o de las grandes ciudades. De momento, en Lyon, capital francesa del radicalismo, se ha mostrado contenido –lo que puede facilitarle el camino al Elíseo- contemporizando antes de lanzarse a la batalla definitiva.
Luis Sánchez-Merlo.